Informalidad: la otra pandemia
Susana Jiménez, Vicepresidenta de Sofofa, exministra de Energía
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Susana Jiménez
Más de dos millones de trabajadores en Chile son informales, cerca del 27% del total de ocupados. Respecto de nuestro vecindario esta cifra no es tan elevada pues, de acuerdo a la OIT, Bolivia tiene una tasa de informalidad laboral superior a 80%; Ecuador, Paraguay y Perú bordean el 70%; y Argentina está más cerca del 50%. Solo Uruguay presenta cifras algo menores que Chile. Sin embargo, estamos aún lejos de los niveles de países desarrollados.
Por una parte, la informalidad generalmente se asocia a trabajos altamente precarios y de riesgo dado que no cuentan con acceso a la seguridad social (salud, seguro de cesantía, pensiones). Por otra, la informalidad genera desigualdades entre trabajadores de ingresos similares, puesto que éstos no contribuyen a las arcas fiscales, pero sí reciben beneficios.
A raíz de la pandemia, la informalidad ha probado ser además un problema para sobrellevar la crisis y lo será también para empujar la recuperación. Las personas que trabajan en la informalidad son más difíciles de identificar, generando complicaciones para la entrega de beneficios o la exclusión de medidas de apoyo -como el programa de protección del empleo y subsidio a la contratación-, que en cambio han favorecido a miles de trabajadores formales.
La mejor forma de combatir la informalidad es a través del crecimiento económico, puesto que conlleva la creación de más empleos. Pero éste ha resultado esquivo en los últimos años, peor aún con la pandemia. En condiciones normales, con la llegada de la vacuna contra el Covid y la gradual recuperación de la economía, debiera tender a aumentar la oferta de trabajos formales, reduciendo la informalidad. El problema está en que nos aquejan otros males que constituyen un obstáculo a que ello ocurra, producto de políticas públicas populistas y/o mal diseñadas.
Veamos algunos ejemplos.
Primero, no todos los trabajadores informales están fuera del mercado laboral formal por falta de oportunidades. Muchos ven en ello una opción ventajosa para acceder a mayores ingresos, tanto por el no pago de imposiciones como por la evasión de impuestos. Las políticas laborales que encarecen el trabajo y políticas sociales que promueven la subdeclaración de ingresos también son una fuente importante de desincentivo a la formalidad, lo que debe ser repensado.
Otro problema ha sido la proliferación de políticas que discriminan a favor de las empresas pequeñas en desmedro de las empresas grandes. Estas propuestas parecen desconocer que son estas últimas las que concentran la mayor proporción de empleo asalariado formal, tienen menor rotación laboral y pagan mejores salarios. Por tanto, no sólo hay que generar políticas que promuevan la formalidad laboral, sino además evitar discriminaciones arbitrarias -como, por ejemplo, restricciones de acceso a créditos con garantías estatales- que sólo entorpecen la creación y mantención de estos mejores empleos.
Por último, preocupa que se busque regular el mercado laboral del siglo XXI con políticas del siglo pasado, como es el caso de los trabajos asociados a plataformas digitales colaborativas. Estos empleos son por naturaleza híbridos, puesto que se trata de trabajadores autónomos, pero con dependencia económica de un empleador. Las mociones que hoy se discuten en el Congreso buscan asimilarlos a empleos asalariados tradicionales, cuando en realidad requieren de un tratamiento especial para evitar la informalidad, sin destruir una necesaria -y muchas veces, exclusiva- fuente de ingresos en tiempos de cambio.